Reescritura del cuento "Rápidos y Sinuosos"

Consigna: reescribir el cuento escrito anteriormente y reescribirlo 3 veces, cada vez con un género diferente.

Títere

Nunca me gustó la velocidad. Cuando me muevo por la ciudad me gusta ir tranquilo, sin apuro y con precaución. Imaginen mi sorpresa cuando estaba yendo por un camino sinuoso a una velocidad extremadamente alta. Yo estaba viejo, gastado, no había forma de que me pudiera estar moviendo a esa velocidad. Aún así, eso no era lo peor; por alguna razón, yo no estaba controlando mis movimientos, sentía a alguien en mi cabeza obligando a mi cuerpo a moverse de esa manera.

Quizás todos sentimos en algún punto en nuestras vidas estar moviéndonos solos. Cuando uno toma un colectivo o subte para ir a trabajar, lo más probable es que se suba, baje y tome el transporte indicado sin pensarlo, lo tiene internalizado. Al cocinar un plato recurrente ya saben los ingredientes, las cantidades, el orden y el tiempo de cocción. La rutina del día a día uno la hace casi inconscientemente.

Pero esto era diferente. Era como estar congelado, con solo los ojos funcionando y viendo todo pasar en frente sin poder decir algo. Quería frenar, quería dar la vuelta para volver, quería gritar, aunque era todo en vano. Era un títere de un titiritero cruel, un marionetista ignorante de mis deseos, de mi existencia. Con cada curva, movía los hilos de mi cuerpo y yo trataba de resistirme en cada momento, haciendo todo lo posible y fracasando miserablemente.

En cierto punto, hubo un estrecho recto y a lo lejos una rampa. Sentí un impulso súbito de acelerar y comencé a acercarme al final del camino. Cuando llegué a la rampa, se sentía como si volara, era una sensación de libertad, independencia. Incluso cuando veía al piso acercarse, sentí que volvía a ser yo una vez más, una última vez.


La Prueba de Fuego

La velocidad siempre fue algo que me generó una sensación extraña. Puedo sentir la adrenalina corriendo por mis venas, mi corazón latiendo más rápida e intensamente, las manos con una ligera sensación fría, pero el resto del cuerpo caliente. Era lo necesario para ponerme alerta y ágil, las dos cualidades fundamentales en esto. 

Estuve esperando afuera en el auto durante unos minutos, completamente en silencio. Miraba el reloj cada varios segundos, no por que importara la hora, pero porque la ansiedad y el nerviosismo me impedía quedarme quieto. Eventualmente, empezó a sonar la alarma y mis manos se pusieron firmes sobre el volante. Estaba listo, había estado meses preparando este momento y ahora era la hora de poner a prueba todo lo aprendido. Vi por el espejo retrovisor a alguien salir corriendo del banco con 2 bolsos grandes colgados y un arma en una mano. Corrió hacia el auto y se subió con la misma rapidez con la que cerró la puerta. Faltaba alguien, pero era un riesgo del que estábamos conscientes y no era el lugar para llorar. Pisé el acelerador y empezamos a irnos a toda velocidad. Se escuchaban disparos y gritos cada vez más distantes, pero era una cuestión de tiempo hasta que nos alcanzaran.

Manejé unos segundos sin problemas, pero luego se escucharon las sirenas de los patrulleros. Nuestro auto era viejo, gastado, pero fue lo mejor que pudimos conseguir para este trabajo; sin patente y difícil de rastrear, aunque un poco lento. Mamá estaba atrás con los 2 bolsos, mirando constantemente por la ventana trasera para verificar qué tan cerca estaban. Cuando aparecieron conté tres, aunque serían más. Prefería estar atento al camino antes que los patrulleros. Preparándose para lo peor, mamá se acomodó y preparó su arma mirando a los perseguidores. No tardaron mucho en abrir fuego y nosotros tampoco en responder. Los disparos rompían todos los vidrios y con cada uno de ellos, agachaba la cabeza pensando que era lo suficientemente rápido como para esquivarlos, pero era más que nada suerte. 

El auto se movía de lado a lado, traté de perderlos en una infinidad de calles, aunque siempre estaban siguiéndonos. Se escuchaban más sirenas, serían casi una decena, pero no dejamos que el miedo nos paralizara. Las balas iban y venían, siempre chocando contra los costados del auto, la calle en sí o los edificios de alrededor. Sin embargo, una de las balas pegó en una de las ruedas de atrás. El vehículo se sacudió bruscamente y podía oír el ruido del metal arrastrándose en el cemento, un ruido espantoso que significaba que nuestras posibilidad acababan de disminuir y sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo entero. A pesar de toda la preparación que tuve, perdí el control del auto, el cual dobló y se dio vuelta con un estruendo ensordecedor. No me podía mover, me sentía incapaz de decir algo, de gritar. La sensación que me daba la velocidad empezó a desvanecerse al entender que el momento de frenar había llegado y junto a él, el fracaso. 


El Enojo del Olvido

Estábamos yendo a una velocidad extremadamente alta y eso solo podía significar una cosa: estábamos llegando muy tarde. Mamá estaba concentrada manejando y no decía ni una palabra. Normalmente cuando me llevaba al colegio íbamos charlando de cualquier cosa, pero en estos momentos era diferente. La rapidez del auto hacía que me quedara pegado al asiento de atrás mientras que trataba de sostener con mi mano la mochila para que no saliera volando y me pegara.

Cuando sostuve la mochila, sentí algo. Al contrario, no sentí algo, porque había algo que me faltaba en la mochila: la cartulina para la presentación de Ciencias Sociales. Sabía que si le decía a mamá mi vida tal y como la conocía iba a terminar. Durante toda la noche me había estado ayudando a hacerla, la hicimos con mucho detalle y quedó preciosa, pero la terminamos muy tarde y ella ya estaba enojadísima. No sabía si era mejor decirle ahora que la dejé en casa o ir al colegio sin ella y tener que explicárselo después. Cualquier opción era terrible, pero sabía que algo tenía que hacer. Suavemente, con miedo, dije:

—Ma...

—¡¿Qué?! —su voz sonó como un rugido, las ventanas temblaron, el aire se enfrió y vi a todas las palomas de afuera salir volando. Sentían un aura de furia.

Había llegado el momento de decirlo y decidí decirlo rápido, como sacando una curita.

—Me olvidé la cartulina en casa —instantáneamente, el auto frenó en seco y sentí como se me ponía la piel de gallina. Escalofríos corrían por mis brazos, cuello y espalda. Mamá no me miraba, aunque podía sentir su mirada quemándome por el reflejo de los vidrios. De repente, sentí un impulso y el auto salió disparado. Mamá giró en la primera calle que pudo y noté que estábamos volviendo a casa.

Luego de unos pocos minutos de viajar a toda velocidad y rebotar en todo el auto, llegamos a casa. Mamá salió del auto y agarró las llaves. Se acercó a mi puerta y cuando la abrió la pude ver bien. Su rostro era algo que nunca había visto, no había ni un rastro de alegría o bondad, solo enojo, furia. De repente, este cambió a sorpresa y rápidamente volvió a su estado anterior, pero muchísimo más intenso. Se estiró hacia mí y pensé que me iba a matar, pero siguió de largo hasta el piso del auto. Metió su mano debajo del asiento delantero y cuando lo sacó tenía nada más ni nada menos que la cartulina arrugada.

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